"Desde luego no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se
parezca al antiguo. El gobierno, por medio de porras y piquetes de
ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y
deportación, no es solamente inhumano (a nadie hoy día le importa este
hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología
avanzada la ineficacia es un pecado contra el espíritu santo. Un estado
totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes
políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran
gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuera necesario
ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a
amarla es la tarea asignada, en los actuales estados totalitarios, a los
ministerios de propaganda, los directores de los periódicos y los
maestros de escuela"
Aldous Huxley
- Prólogo a Un mundo feliz
" (...) No chance of escape.
Now self-employed.
Concerned (but powerless).
An empowered
and informed member of society
(pragmatism not idealism)."
Fitter, happier
- Radiohead -
"La justicia sin fuerza carece de poder.
La fuerza sin justicia es tiránica."
Blaise Pascal
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Vivimos en una era en la cual la relativa libertad de expresión que nos brinda el internet, nos hace sobreestimar el poder que tenemos como ciudadanos para oponernos y protestar en contra de las acciones de nuestros gobiernos.
En contraste, creo que la clase política esta cada vez mas consciente de la indefensión en la cual se encuentra la ciudadanía ante la fuerza del Estado. Por tal motivo es que a la corrupción e impunidad que siempre han caracterizado, en mayor o menor medida, a casi todos los gobiernos del mundo, debemos agregar el cinismo sin precedentes con el que se conducen cada vez con mayor frecuencia, aquellos políticos dentro del sistema que alimentan esa corrupción y permiten esa impunidad.
El poder real que tiene un ciudadano cualquiera para cambiar y mejorar las condiciones de su sociedad es muy limitada. Y el impacto que ejercen sus protestas en contra de sus gobernantes -ya sean individuales o colectivas- es más una bella ilusión que una auténtica realidad.
Es innegable que el internet -principalmente a traves de sus redes sociales y su relativa ausencia de control y censura gubernamental- nos está permitiendo vigilar mejor a nuestros políticos. Por esa razón nos ha sido posible observar en toda su magnitud, la rapacidad y la ineptitud que los caracteriza, a un nivel al cual nunca antes nos había sido posible hacerlo. La información esta virtualmente al alcance de todos y se esparce con la velocidad de un reguero de pólvora sin distinguir fronteras geográficas ni clases sociales.
El internet es el último medio de comunicación verdaderamente democrático que nos queda, y por tal razón es el único espacio mediante el cual la sociedad puede permitirse ejercer su libertad de expresión sin restricción alguna. No solamente nos permite acceder a la información. Se ha convertido en la principal arena en la cual podemos exponer nuestras ideas y criticar las acciones injustas de nuestros gobiernos.
Sin embargo, por más grande que sea nuestro rechazo y descontento social hacia nuestra clase política, la realidad es que nuestras protestas apenas y hacen mella en el Estado.
Mientras los políticos tengan el poder absoluto sobre las instituciones que controlan el sistema en el cual todos estamos inmersos, se saben virtualmente intocables. Quizá por eso, su reacción ante la permanente vigilancia de la que son objeto por parte de sus ciudadanos, es el creciente cinismo del que somos testigos todos los días.
Protesten todo lo que quieran. Al final el poder está en nuestras manos y sus acciones no nos afectan.
Este es el obvio mensaje entre líneas detrás del insultante cinismo del que hacen gala nuestros políticos. Sabemos que nuestro actual presidente y el resto de su gabinete está adquiriendo propiedades millonarias por todo el país mediante la concesión de contratos gubernamentales y el tráfico de influencias. Y aún a pesar de contar con todas las pruebas de su culpabilidad, simplemente se dan el lujo de negar su responsabilidad. Saben perfectamente que la procuración de justicia en este país, como todo lo demás, se encuentra en sus manos. Saben que la impunidad de sus acciones se encuentra garantizada, y que por más espectaculares que puedan ser las protestas ciudadanas en su contra, éstas no cambiaran nada.
Es perfectamente comprensible nuestro hartazgo y absoluta decepción ante la repugnante clase política que nos gobierna. La presidencia, las secretarías de estado, las cámaras legislativas, los sindicatos y la dirigencia de nuestras instituciones se encuentran en su inmensa mayoría controladas por una sarta de ladrones insaciables, carentes de los más básicos preceptos morales de sensibilidad social que supuestamente deberían poseer los políticos de una sociedad democrática, que es como oficialmente se autoproclama este país.
La razón por la cual nuestros dirigentes se pueden dar el lujo de conducirse con la rapacidad con la que lo hacen, se debe a que el sistema político que rige a este país no se trata de una democracia, por supuesto, sino de una plutocracia voraz e insaciable que se compone no solo de la decadente clase política que ocupa los puestos del gobierno, sino de la mayor parte de la clase empresarial y de los principales medios de comunicación del país, que actúan en cooperación para formar un solo frente que sea virtualmente inmune al descontento del pueblo e impenetrable ante cualquier variante de protesta que pueda poner en práctica la ciudadanía.
Los medios de comunicación en particular -que en el caso de este país se encuentran representados por las dos televisoras más importantes- cumplen con una función absolutamente vital para perpetuar la corrupción de la clase política. Desinforman a la población, la inducen a consumir de forma irrefrenada, le infunden miedo a cualquier cambio social que amenace sus intereses e idiotizan a sus televidentes mediante entretenimiento estúpido que pretende hacer pasar a la pobreza como algo divertido, y a la imbecilidad como algo normal y tolerable.
Es perfectamente comprensible el hartazgo y la franca repulsión que hoy por hoy sentimos por nuestra clase política. Pero aún así, creo que la apatía política que han generado en la sociedad las acciones corruptas y la estupidez de nuestros dirigentes es muy peligrosa. Nuestro país no es ninguna excepción a la norma, ni un caso raro dentro del deprimente espectro político que domina a los países en vías de desarrollo. Y la historia nos ha demostrado una y otra vez que la apatía política conduce invariablemente al desastre.
No importa que tan negro pueda verse el horizonte. La sociedad, simple y sencillamente, no puede darse el lujo de renunciar voluntariamente a sus derechos políticos y abandonarse a la apatía y al abstencionismo. Nuestro voto es la única forma real de participar en las decisiones que rigen las grandes cuestiones del país. Y por más insignificante que pueda parecer su poder, una sociedad que renuncia a su derecho al voto debido al desencanto por su clase política, únicamente esta perpetuando la corrupción, la impunidad, la injusticia y el poder de los despreciables dirigentes en turno que llevan las riendas de su país.
Si queremos remover a alguien del gobierno -ya se trate de un partido o una persona- debemos usar nuestro voto mientras aún conserva su poder. En un futuro no muy lejano, la apatía política le facilitará a la plutocracia el convertir el voto en un mero gesto símbólico, carente de todo peso real, que únicamente será utilizado para tratar de sostener por todos los medios posibles ante los ojos del mundo, la farsa de nuestro supuesta democracia. El introducir un voto en la urna será indistinguible de introducirlo en un bote de basura.
Siempre resultará no solo preferible, sino más eficaz, el luchar en las urnas apoyando y proponiendo ideas, que luchar en la calle disparando balas.
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La remoción de un gobernante por parte de su pueblo es un derecho básico que posee cualquier sociedad democrática. El derecho a la revolución se encuentra legitimado y universalmente aceptado desde la misma fundación de los modernos conceptos democráticos que John Locke plasmó en su "Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil".
Se puede atacar al sistema desde el exterior o desde el interior, sin embargo, en ambos casos, no se pueden perder de vista los inmensos sacrificios y costos que esto implica.
Cuando se habla de revolución, se tiende a pensar inmediatamente en una conflagración armada en la cual un grupo disidente que representa a la voluntad de su pueblo, remueve a un grupo político corrupto, tiránico o ineficaz del poder. Cuando dicho grupo disidente despoja del poder a su adversario y ocupa su lugar puede adoptar el mismo sistema político sobre el cual descansaba el grupo anterior o incluso intentar la implantación de uno nuevo. Como ejemplo tenemos a la revolución cubana, en la cual Fidel Castro y el Ché Guevara no solo removieron a Batista del poder en Cuba, sino que implantaron el comunismo como nuevo sistema político.
Este es un ejemplo de un ataque externo hacia el sistema llevado a sus últimas consecuencias. Sin embargo, lo cierto es que nadie desea más violencia en este país ni resulta creíble que un movimiento armado de la sociedad sea el camino para remover a la actual clase dirigente del poder. Sobra decir que nadie está buscando tampoco implantar un nuevo sistema político que reemplace a la vía democrática. La democracia es el único camino posible.
Nadie se atreve a luchar por un cambio profundo en el sistema, debido a que, de la misma forma en que éste nos oprime, también nos otorga nuestra estabilidad económica -por precaria que pueda ser-, nuestros servicios educativos y sanitarios, nuestras prestaciones sindicales -a aquellos que corren con la suerte de poder disfrutar de ellas- y en resumidas cuentas, el status quo sobre el que descansa la inmensa mayoría de la población. Por tal razón, nadie está dispuesto a atacar al sistema hasta el grado en que éste colapse, ya que eso implicaría renunciar a lo poco que nos queda.
Es impreciso hablar de una "lucha contra el sistema", ya que las cosas no son tan simples. El sistema no es el líder de un ejercito al que venceremos para llegar y ocupar su lugar. Nosotros -todos y cada uno de los miembros de la sociedad- somos el sistema. No se trata de destruirlo. Se trata de reformarlo.