Cuando destendí mi cama aquella noche, estaba ahí. Como lo había estado en los últimos diez días. Un revolver Colt Calibre 38, sin año de fabricación. Sin inscripción alguna. Una sola bala.
En el transcurso de los diez dias precedentes había llegado ya a acostumbrarme a la aparición imposible del revolver a cada momento del día. En cualquier lugar. A toda hora. Como una intromisión siniestra e improbable que rompía la rutina de esos días muertos. Como un remanso a la marea negra que envenenaba mi sangre desde aquella llamada telefónica realizada... diez días antes.
-Esto ya no funciona... Lo sabes.. Se objetivo... Solo nos hacemos daño...
Nada de esto importa ya. Solo ese revolver que aparece intempestivamente a cada momento y con una frecuencia cada vez mayor.
Todas las noches debajo de mis sábanas, alcanzo a adivinar la silueta y el brillo del metal. Destiendo las sábanas y confirmo mis sospechas. En la mesa de un café, justo en el momento en el que mi interlocutor se excusa un momento para ir al baño, bajo la mirada y ahí esta. Al principio, su aparición en lugares públicos me aterraba, de tal forma que me apresuraba a esconderlo a toda prisa debajo de la mesa antes de que mi compañía regresará del sanitario.
Cierto día descubrí que la aparición del revolver parecía no provocar ninguna reacción en las personas que me rodeaban. Tal hallazgo, que dicho sea de paso, me tranquilizo bastante, fue accidental. Me encontraba desayunando en el comedor del hospital, rodeado de decenas de personas, volteé mi mirada un segunda hacia la barra y al volver la vista al plato el revolver plateado estaba ahí, sobre la mesa, tan real y visible como los cubiertos sobre la servilleta.
Los comensales se limitaron a dedicarle un breve momento de atención, solo para recuperar la compostura en un instante y retomar el hilo de la conversación colectiva, la cual, como de costumbre, giraba en torno a los mismos chistes estúpidos y la infinita variedad de rumores que corrían alrededor del personal.
Esta aparición se ha repetido día a día hasta el punto en el que he llegado a considerarla como un elemento cotidiano en mi rutina gris; tan común como el conducir al trabajo o la elección de la ropa del día.
La aparición se va haciendo cada vez más frecuente. Cierto día conducía mi automóvil y mi encendedor cayo accidentalmente hacia los asientos traseros. Al intentar recuperarlo a tientas debajo del asiento, mis dedos chocaron inesperadamente con el frío acero de un objeto cuya identidad conocía de antemano, sin necesidad de tener que sacarlo a la luz.
La angustia me paraliza. La marea negra de mi conciencia se ha apoderado de mí.
Lo único que me queda es la certeza de que mi amigo continuará apareciendo a lo largo del resto de mis días, esperando. Esperando.
Esperando el momento adecuado para cumplir con su inexorable propósito.