Monday, July 07, 2014

la guerra por la libertad o la paz de los esclavos


Para mi amiga Elvia

"Guerra es Paz, Libertad es Esclavitud, Ignorancia es Fuerza"

1984
- George Orwell -

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De acuerdo al canon occidental, desde hace más de dos siglos y a raíz de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América -redactada por Thomas Jefferson y ampliada por James Madison- y de la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano -emanada de la revolución francesa-,  la noción que indica que la democracia es el sistema de gobierno que garantiza la paz en la sociedad y la libertad entre sus individuos es casi universalmente aceptada por todos los países del mundo.
Y en efecto, con todos los posibles defectos que  pueda tener, a inicios del siglo XXI, pocos son los que ponen en duda que la democracia -ese regalo de los antiguos griegos a la civilización occidental- sea el sistema de gobierno más propicio para crear las condiciones que generen  la existencia de la igualdad y la justicia social.
Abraham Lincoln definió a la democracia como "el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Y aunque no deje de ser cierto que la noción perfecta del ideal democrático de igualdad y justicia nunca se ha materializado del todo en ningún lugar ni época del mundo, es innegable que a lo largo de los siglos los principios que definen a la democracia se han ido refinando y ampliando de tal forma que resulta ya muy difícil poder concebir un mejor sistema de gobierno.
La democracia, como la ciencia, nació en la antigua Grecia. Desde sus inicios pregonaba la igualdad social y el supuesto poder del pueblo, sin embargo, en la práctica, la democracia ateniense toleraba sin mayores dificultades la existencia de los esclavos, quienes carecían de todo derecho o representatividad en el gobierno. De la misma forma, la mujer carecía de voz y voto. Los esclavos y las mujeres eran indistinguibles desde el punto de vista político en la metrópolis griega.
No sería sino hasta el siglo XVII, que en Inglaterra, el inmenso genio de un solo hombre -llamado John Locke- expandería trascendentalmente los alcances del concepto de lo que una democracía podía y debía ser. Redactado -aunque no publicado- en 1680, el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, sentaría las bases del sistema parlamentario y la división de poderes, del legítimo derecho de la sociedad al uso de la revolución en contra de la tiranía y del derecho individual a "la vida, la libertad y la propiedad."
En las ideas de Locke se encontraban ya las semillas de las que habrían de germinar, en 1776, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y en 1789, la revolución francesa.  En su patria, por otra parte, las ideas de Locke fueron una influencia directa para que casi un siglo antes de que ocurrieran estos dos sucesos trascendentales, Inglaterra se conviertiera en la primera democracia moderna del mundo, tras la "revolución gloriosa" de 1688.
Tras la guerra de independencia de los Estados Unidos de América, Thomas Jefferson modificaría levemente el derecho de los individuos "a la vida, la libertad y la propiedad", en las palabras originales de Locke, por el derecho "a la vida, la libertad y la busqueda de la felicidad".

"We hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, that they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, that among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness."

Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América. 4 de Julio de 1776

En Agosto de 1789, en el marco de la revolución francesa, los jacobinos promulgarían la Declaración de los derechos del Hombre y del Ciudadano, la cual  iría más allá de lo que había ido la Declaración de derechos de los Estados Unidos, al afirmar: "No se impedirá nada que no esté prohibido por la ley y nadie será obligado a hacer nada que la ley no disponga", pues, "la libertad consiste en ser libre de hacer cualquier cosa que no dañe a otros". 
Este revolucionario concepto de la libertad sería nuevamente abordado, perfeccionado y ampliado por John Stuart Mill, quien en 1859 publicaría uno de los ensayos mas trascendentales de la historia del saber humano: "On Liberty".

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En ocasiones, un mero cambio de palabras en una determinada frase puede ser objeto de múltiples interpretaciones y tener grandes consecuencias. Locke había defendido el derecho a la vida, la libertad y la propiedad. Jefferson por otro lado plasmó en idénticos términos sus ideas al redactar la declaración de independencia norteamericana con la única excepción de sustituir la palabra propiedad por la búsqueda de la felicidad. 
De cierta forma, la afirmación de Locke que parecía expresar que el gobierno debía ser creado para defender y asegurar la propiedad resultaba un tanto fría. La "busqueda de la felicidad" parecía ser un concepto más amplio y amigable a oídos del público.
Por supuesto, Locke estaba en lo cierto. Una de las funciones del estado consiste en defender y asegurar la propiedad privada. Sin embargo, Jefferson, el político, sabía que las ideas de su maestro requerían ser convenientemente matizadas para resultar más asequibles y amigables a la población en general.
A la muerte de Jefferson, su sucesor en la presidencia, James Madison, habría de llevar los conceptos de su predecesor aún más allá. Al hablar de los derechos civiles, la utilización exclusiva del término de "propiedad", tal como había sido formulada por John Locke, no dejaba de ser un tanto problemática, pues desde cierto ángulo parecía defender la idea de que solo los propietarios de tierras o capital merecían ser llamados ciudadanos y tomar partido en la vida política del país. Esto dejaba automáticamente fuera de las urnas y de los derechos a los pobres y a las mujeres.
Locke fue un consumado defensor de los derechos de la mujer, por lo cual es bastante improbable que formulara sus ideas con la intención de dejar fuera de la protección de los derechos civiles a los desposeídos y a las mujeres, sin embargo, en ocasiones aún las más brillantes afirmaciones necesitan ser refinadas.
Jefferson dio el primer paso. Madison llegaría más lejos.
El término "propiedad", escribió Madison, "en sus aplicaciones concretas, se refiere al dominio que un hombre ejerce sobre las cosas externas del mundo, con exclusión de cualquier otro individuo". Pero Madison prosiguió añadiendo una acepción más amplia y trascendental: "En su sentido más comprensivo y justo, la propiedad abarca todo aquello a lo que un hombre puede adjudicar valor y sobre lo que tenga derecho; y permite a todos los demás la misma ventaja."  En breve, "igual que se dice que un hombre tiene derecho a su propiedad, se puede decir igualmente que tiene la propiedad de sus derechos". 
Madison dio ese paso final que consistía en "respetar por igual los derechos a la propiedad y la propiedad de los derechos." Una afirmación autenticamente revolucionaria.

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Se suele dar por sentado que la paz y la libertad, al ser dos de nuestros bienes más preciados, son conceptos que van unidos o que incluso se complementan el uno al otro. De la misma forma, solemos asumir con la misma seguridad que la democracia viene siempre acompañada de paz y libertad. Y a pesar de que en una primera instancia, estas parecen ser dos deducciones lógicas, la compleja naturaleza del ser humano hace que ambas pretensiones no tarden en derrumbarse ante nuestros ojos tras un examen cuidadoso de la realidad.
Con demasiada frecuencia vemos lo que queremos ver. Escuchamos lo que queremos escuchar. Y pensamos lo que nos conviene pensar. O bien, lo que una y otra vez nos han dicho que debemos creer, sin detenernos nunca a cuestionar si dichas creencias son ciertas o estan sustentadas por el sentido común y respaldadas por la observación de la realidad.
Deseamos paz en lo colectivo y libertad en lo individual. Suponemos ingenuamente que la simple existencia de la democracia garantiza automáticamente ambas condiciones. Sin embargo, la realidad es mucho más compleja y sombría que eso.
Basta con un simple ejercicio intelectual. Repasemos nuestra cultura general y tratemos de determinar un momento en la historia universal en el cual, en cualquier lugar o época del mundo, haya existido una civilización humana que haya disfrutado de un periodo duradero de completa paz en la sociedad acompañado de una libertad absoluta de los individuos que componían dicha sociedad.
Es extraordinariamente difícil. La naturaleza de los seres humanos y la forma en que convivimos en sociedad es más compleja de lo que a menudo queremos aceptar.


El fundamento ideológico del absolutismo fue plasmado en 1651 por Thomas Hobbes, en su obra, Leviatán.
Hobbes imaginaba la “convivencia natural” entre los seres humanos como una fría y desesperada guerra a muerte por la subsistencia en su nivel más básico, en donde el fuerte dominaba al débil y en donde la ley o la compasión brillaban por su ausencia. El ser humano era desalmado por naturaleza, decía Hobbes, de tal forma que para poder crear una sociedad funcional que garantizase, si no la felicidad, por lo menos una cierta nocíón de orden y justicia, los ciudadanos de dicha sociedad debían elaborar un contrato en el cual cedieran sus derechos y su soberanía al Estado, el cual velaría por imponer la paz y el orden en un mundo caótico, a costa de sacrificar la libertad de sus individuos.
En este caso era la paz a costa de la libertad.
En el Manifiesto del Partido Comunista, publicado por Marx y Engels en 1860 –por citar un ejemplo de la noción contraria- se denunciaba la esclavitud disfrazada de la clase del proletariado a manos de la burguesía capitalista del siglo XIX, para a continuación enumerarse un plan de acción que habría de conducir a la sociedad a un estado de igualdad y libertad individual  a través de la revolución –algo que nunca llegó a alcanzarse en la práctica, en ninguno de los fallidos experimentos comunistas del siglo XX-
Es este el caso contrario. Ganar la libertad a costa de perder la paz.
Dejando a un lado estos ejemplos, que no dejan de ser aproximaciones teóricas al problema, quizá podamos ver con más claridad la cuestión que nos ocupa, no en obras literarias, sino en momentos históricos.
Los antiguos griegos amaban y valoraban su libertad por encima de todas las cosas. Aquí nos referimos por supuesto a los verdaderos ciudadanos de las polis griegas: los hombres poseedores de propiedades, y no las mujeres y los esclavos, quienes no tenían cabida en la democracia ateniense.
Haciendo esta debida aclaración, debemos reconocer que los griegos le otorgaron a la libertad un valor que quizá no sea igualado por ninguna otra cultura antigua.
Sin embargo, aquellos griegos libres eran extraordinariamente beligerantes, y rara vez vivieron un periodo duradero durante el cual no estuvieran constantemente enfrascados en guerras tanto fuera como dentro de su pequeña  península.
En contraste, los egipcios, una de las civilizaciones humanas mas exitosas que hayan pisado la Tierra, extendieron su reinado por casi tres mil años durante los cuales las guerras civiles prácticamente brillaron por su ausencia. ¿Cómo lo lograron? Existen muchas respuestas a esta pregunta, sin embargo, uno de los factores que quizá contribuyeron más a la longevidad y la persistente presencia de paz social dentro de su sociedad  fue el terror que los egipcios le tenían a los cambios.
Creían fervientemente en aquella doctrina que  afirma que no debes de tratar de arreglar aquello que funciona, por lo cual su organización política y social apenas evolucionó durante esos tres mil años. Aceptaban la vida tal como era y no deseaban ningún tipo de reforma. Vivieron en un estado mucho menos turbulento que la Grecia de la antigüedad, a costa de vivir sometidos a una teocracia en la cual veneraban a su Faraón como un Dios viviente. Los egipcios decidieron renunciar a conocer una libertad tan plena como la que si conocieron los griegos, a costa de mantener el status quo y la paz dentro de su civilización.
Los ejemplos son interminables. Es la historia de la humanidad.
Los alemanes que vivieron durante los primeros años de la década de los treinta del siglo XX, creyeron estar contemplando el inicio de una era dorada de paz y prosperidad. Y aunque convenientemente ignoraron el inicio de las persecuciones a los judíos,  homosexuales,  gitanos y demás sectores demográficos minoritarios considerados “socialmente inferiores”, tampoco parecieron prestarle demasiada importancia al hecho de que esa paz de la que comenzaban a disfrutar venía acompañada de un escalofriante precio a pagar: otorgarles sus derechos civiles y su libertad a un Estado emergente compuesto por un enorme ejercito de asesinos uniformados encabezados por un psicópata. Nuevamente hablamos de un pueblo que eligió “la paz” –y la promesa de grandeza y resurrección- a cambio de sacrificar absolutamente su libertad individual.
En el extremo opuesto, jamás terminaríamos de enumerar  aquellas guerras en las cuales diferentes pueblos de todas las épocas y lugares del mundo han enfrentado a la tiranía y ganado su libertad.
La libertad individual a menudo requiere luchar (Malcolm X afirmó en una ocasión que el precio a pagar por la libertad era la muerte, una afirmación que por lo menos en su caso fue tristemente profética) Y la paz dentro de una sociedad no solamente es posible sin que sus miembros sean libres, sino que a menudo es más fácil de alcanzar y mantener en una sociedad de esclavos.
Sin embargo nunca debemos renunciar a nuestro derecho a ser libres y vivir en paz. Por más difícil que sea. No basta con ser libres en una sociedad violenta y caótica o ser siervos en una sociedad aparentemente tranquila. Debemos conquistar ambos bienes: la paz y la libertad.
¿Pero como hacerlo?



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Creo que la única forma de entender nuestro presente y labrar nuestro futuro reside en conocer nuestro pasado. En adentrarse en la ardua pero apasionante tarea de conocer las cosas que han pasado a lo largo de la historia de la humanidad.
Solo de esta forma podemos comenzar a vislumbrar esos patrones conductuales que determinan la cíclica repetición de nuestros errores y aciertos. Adentrarse en el conocimiento de la historia y el saber humanos es una empresa fascinante  que además no conoce fin.
Es también la más noble forma de superar nuestros posibles desacuerdos ideológicos y prejuicios culturales. Porque el conocimiento de nuestra historia común como especie nos permite vislumbrar nuestras posibles diferencias como nimiedades y reconocernos en todas aquellas similitudes que realmente nos hermanan como seres humanos.

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Marco Tulio Cicerón fue un filósofo romano que nació en el año 106 a.JC y murió asesinado en el 43 a.JC a manos de Marco Antonio.
Fue un autor prolífico y un gran abogado. Conservamos aproximadamente ochocientas de sus cartas.
Tomando en cuenta su nacimiento y muerte, Cicerón vivió en una de las épocas más trascendentales no solo de la antigua Roma, sino de la historia universal. Fue uno de esos autores romanos que presenciaron –y describieron para la posteridad- el convulso momento en que la república romana se derrumbaba tras el auge y caída de Julio César, para dar finalmente paso al inicio del Imperio, con la victoria de Octavio (Augusto) sobre Marco Antonio.
Cicerón me resulta un pensador apasionante por muchas razones. Como tantos otros filósofos, escritores, intelectuales y artistas de todas las épocas, uno de los temas que mas le  apasionó fue la aparente imposibilidad de conciliar la paz y la libertad en las sociedades humanas –tema del que hablábamos unas líneas arriba.
Sin embargo, lo que me resulta más sorprendente acerca de sus ideas es su increíble simplicidad.
Alejándose de la complejidad a menudo innecesaria de filósofos que le precedieron, le acompañaron y le siguieron, Cicerón formuló en cambio una serie de sencillas reglas morales en las cuales mezcló como pocos lo han hecho la simplicidad con el genio.
En su último libro conocido, “Sobre el deber”, trataba de una amplia variedad de temas cotidianos: ¿Qué tan honrado tenía que ser un empresario? ¿Era honesto tomar algunos atajos? ¿Cómo debería un buen hombre responder ante las demandas injustas de un tirano? ¿Resultaba válido que permaneciera en silencio o debería siempre alzar la voz y protestar, incluso si se exponía a peligros al hacerlo? ¿Cómo debía un hombre tratar a sus supuestos inferiores, es decir, sus esclavos? ¿Existían en verdad aquellos supuestos inferiores? ¿No tenían acaso derechos como todos los demás que habría que respetar?
La solución de Cicerón a estos problemas parece sencilla: Haz siempre lo correcto. Una mala acción puede parecer provechosa, pero no lo es porque esta mal.
Se que este parece un argumento circular y excesivamente simple, sin embargo Cicerón no se detuvo aquí. Todas estas preguntas eran apenas las herramientas mediante las cuales pretendía explicar que significaba “hacer lo correcto”.
En primer lugar, lo correcto puede definirse como lo legal, lo que la ley exige. Sin embargo, las leyes bien pueden ser injustas, por lo cual lo correcto va más allá de eso.
Lo correcto es lo que es honesto, sincero y justo: Mantener tu palabra sin importar las consecuencias. Decir la verdad incluso si no estas bajo juramento. Y tratar a todos los seres humanos –forasteros, esclavos, mujeres-  de la misma forma, pues todos son seres humanos, lo cual les da el derecho a ser tratados con respeto.
Cicerón fue por tanto, uno de los primeros pensadores no solo en definir sus reglas morales bajo principios tan sencillos sino también en hablar de igualdad.
Se dice que proclamó:

“¡Admítelo! Sabemos cuando estamos haciendo algo correcto y cuando estamos haciendo algo malo. Sentimos que deberíamos hacer lo correcto. En el curso de toda una vida son poquísimas las veces en las que de verdad no estamos seguros de lo que es bueno y lo que es malo. También creemos que seríamos más felices si siempre hiciéramos lo que sabemos que esta bien, incluso si por ello fuéramos más pobres o tuviéramos menos éxito.”

Las sencillas reglas morales de Cicerón eran la síntesis romana de las ideas de Sócrates y Platón contenidas en La República, así como un análisis sobre las definiciones de virtud que Aristóteles había plasmado en su Ética. La República de Platón y la Ética de Aristóteles son obras mucho mas importantes desde un punto de vista histórico que Sobre el deber, de Cicerón. Pero, como cuestión práctica, ninguna de las dos ofrece una regla para vivir tan fácil  de comprender y de seguir como la modesta directiva de Cicerón.
La conciliación de la paz y la libertad proclamada por Cicerón era simplemente ésta: Si todo el mundo era su propio señor, desaparecería la necesidad de que un único señor gobernara a todo el mundo. Si todo el mundo hacía lo que sabía que era correcto, la paz estaría garantizada y también la libertad podría preservarse. En otras palabras, creía en el gobierno de las leyes, no en el gobierno de los hombres.
No se puede legislar en que debe creer la gente. Es un acto de libre albedrío de los ciudadanos. El fue quizás el primer hombre en darse cuenta de que nada excepto una creencia casi universal en estos sencillos principios puede asegurar a la vez la paz y la libertad en un Estado.
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De poco nos sirve la libertad dentro del caos. De nada nos sirve la paz en la esclavitud. En el primer caso, nuestra precaria libertad no solamente estará continuamente amenazada, sino condenada de antemano a terminar disolviendose en una lucha por la sobrevivencia en la cual el más fuerte aplastará al más débil. En el segundo, la paz sin libertad no dejará de ser más que un eufemismo para designar una forma de injusticia socialmente tolerada. 
A lo que no debemos renunciar es a nuestra pretensión por crear las bases para el surgimiento de una sociedad de hombres y mujeres verdaderamente libres que vean en su forma de gobierno -la democracia- precisamente la garantía de la preservación de la paz y la justicia social. 

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