Sunday, November 25, 2012

"¡Cómase a un pobre!"

 
En Abril del 97, Galdino Jesus Dos Santos, un jefe indígena que estaba de visita en Brasilia fue quemado vivo mientras dormía  en una parada de omnibús. Cinco muchachos de buena familia, que andaban de parranda lo rociaron con alcohol y le prendieron fuergo. Ellos se justificaron diciendo:
-Creíamos que era un mendigo.
(...) El relator del tribunal explicó que los muchachos habían utilizado nada más la mitad del combustible que tenían y que eso probaba que habían actuado "movidos por la intención de divertirse, no de matar".
 
 
La escuela del mundo al revés
-Eduardo Galeano -
 
"¡Combata el hambre y la pobreza! ¡Cómase a un pobre!"
 
Leyenda anónima en un muro de
Buenos Aires Argentina.
 
De acuerdo con los rígidos valores de la sociedad de consumo, el individuo del siglo XXI está destinado a hacer dos cosas: Producir y consumir. Toda desviación de estas actividades puede considerarse prescindible.
El motor que mantiene en movimiento la pesada maquinaria de la sociedad de consumo es el miedo.
Podemos estar seguros de habernos integrado a nuestra sociedad en el momento en el que nos damos cuenta que le tememos a todo: Aspiramos al éxito solo por temerle al fracaso. Le tememos a la enfermedad no por nuestra propia integridad física sino por miedo a perder nuestro empleo. Los engranes de la maquinaria social no se detienen ante nada. La compasión es cosa del pasado. La productividad es cosa del presente.
En el siglo XXI aquel individuo que no consume y no produce no existe. Se convierte en Gregorio Samsa y amanece cualquier mañana convertido en un monstruoso insecto.
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El escenario en donde funciona la sociedad de consumo es  la gran ciudad.
Esas monstruosas urbes que cada día se parecen más las unas a las otras, y en donde el ser humano está condenado al anonimato, a la violencia y al miedo constante.
Debido a esta razón, el campesino es un ser en vías de extinción.
Día tras día los hombres, mujeres y niños que del campo viven  y que a la ciudad alimentan, se ven forzados a dejar sus casas, sus pueblos, sus culturas y su tranquilidad, para emigrar a las grandes urbes y sumarse a los engranes de la máquina todopoderosa del consumismo.
Esta desaparición del campesino, dicho sea de paso, constituye un suicidio global cuyas repercusiones habrán de sentirse en toda su extensión dentro de unos años. Menos de los que creemos.
La sociedad de consumo se dará cuenta de la magnitud de sus errores cuando aparezca el hambre a escalas nunca antes vistas y con ella estalle la violencia.
Es bien sabido que una sociedad puede soportarlo todo, menos el hambre.
La pobreza por supuesto es ya una realidad en la cual viven cientos de miles de seres humanos en cada confín del mundo.
El hambre mata día a día. Sin embargo a nadie parece importarle demasiado este exterminio silencioso.
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La globalización es un eufemismo utilizado para designar la hegemonía de los Estados Unidos de América sobre el resto del mundo con la consecuente imposición de sus valores a lo largo y ancho del planeta. Día con día, las diferentes culturas del mundo, con sus respectivas tradiciones ancestrales y sus expresiones artísticas van desapareciendo a consecuencia de esta imposición.
Las culturas del tercer mundo son llamadas "folklore" y sus expresiones artísticas "artesanías". Manifestaciones culturales consideradas como de cuarta categoría destinadas a una pronta desaparición.
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El ser humano del siglo XXI vive abrumando por el cansancio y dominado por sus temores: miedo al desempleo, a la improductividad, a la pobreza, al fracaso, a la violencia, a la enfermedad y a la muerte.
Los niños ricos del tercer mundo viven en casas fortificadas, rodeados por rejas electrificadas y protegidos por perros entrenados. Se desplazan a través de las ciudades como el dinero: en autos blindados. Los niños pobres por su parte deambulan por las calles, intoxicados por solventes industriales, tragando gasolina o disfrazandose de payasos en los cruceros a cambio de unas cuantas monedas. Por la noche se refugian del frio en las alcantarillas de la gran ciudad.
Aturdido por la realidad, el ser humano se refugia en consuelos químicos y paraísos artificiales.
Los ricos consumen drogas para llenar el vacío del tedio. Los pobres para llenar el vacío del hambre. Y la justicia condena después al adicto como a un delincuente y no como a un enfermo, sin cuestionrse nunca las razones por las cuales la sociedad actual lleva a cada vez más seres humanos a buscar fugarse de la realidad.
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En un mundo en el cual la economía es la nueva religión, los bancos son las nuevas iglesias y el dólar es la hostia consagrada. Y en este mundo solo existe un pecado: la pobreza. Es por esta razón que a diferencia de hace unos años, la pobreza suscita ocasionalmente lástima pero ya no genera indignación.
Hemos asumido como parte de la normalidad la existencia de una sociedad dividida en ricos y pobres. Sin embargo no puede justificarse lo injustificable.
La existencia de las gigantescas ciudades perdidas en las cuales los pobres mueren de hambre, de bala o de SIDA se ha aceptado como una realidad normal e inevitable, cuando deberíamos indignarnos ante el sufrimiento en un mundo en el cual los pobres son cada vez mas numerosos y pobres y los ricos son cada vez más ricos.
La sociedad de consumo bendice a los que consumen y consume a los demás.
El ser humano del siglo XXI es cada vez más frío, menos civilizado, menos compasivo, menos culto y menos propenso a indignarse, protestar y hacer algo por cambiar la sociedad en la que vive.
 
A inicios de la década de los 90, el escritor Francis Fukuyama declaró que la historia había llegado a su fin, puesto que la democracia y el capitalismo eran los mejores sistemas político-económicos posibles. La declaración era más que otra cosa una provocación intelectual. La historia no ha llegado a su fin.
Lo que me parece que si no está llegando a su fin, por lo menos se encuentra en franco retroceso, es la civilización humana.
Todos nuestros valores humanistas pueden esfumarse en pocos años. Reconquistarlos nos puede llevar siglos.  


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